Crítica: Los renglones torcidos de Dios

“Los renglones torcidos de Dios” cuenta con la dirección de Oriol Paulo, que se encarga además del guion junto a Guillem Clua y  Lara Sendim, siguiendo la narración de Torcuato Luca de Tena en su novela homónima. En la fotografía, disfrutamos del talento del catalán Bernat Bosch y, en la música, el compositor vizcaíno Fernando Velázquez, que atesora un Premio Goya por uno de sus trabajos en 2017. El buen hacer de todos ellos hace de esta película una narración certera, los argumentos se convierten en excusas y lo negativo se reparte conociendo las flaquezas de cada cual e incluso cuando los protagonistas se tiran los trastos es un placer. “Los renglones torcidos de Dios”, sin echar por tierra las ambigüedades que la hacían grande, tiene un efecto similar a la novela. La diferencia es que con la película esta historia aumenta su dimensión y se convierte en una de las grandes del thriller español.

Con esta historia, Bárbara Lennie, discreta, eficiente e inadvertidamente prolífica, llena la película, con todo el sentido de un magnífico papel; una intriga que emociona incluso a los que ya sabemos por lo que leímos o tal vez más a los que tantos años hemos esperado a una actriz tan maravillosa para encarnar a Alice Gould (Bárbara Lennie), esa investigadora privada que ingresa en un hospital psiquiátrico simulando una paranoia. Su objetivo es recabar pruebas del caso en el que trabaja: la muerte en el centro de un interno en circunstancias poco claras. Samuel Alvar (Eduard Fernández), director del hospital, opina todo lo contrario de lo que dice ella. Sin embargo, la realidad a la que se enfrentarán  superará sus expectativas y pondrá muchas cosas en duda…

Es posible que Oriol Paulo tuviera en mente este film desde que leyese la novela, como muchos la leímos con placer en su día. Una historia donde empiezan a suceder hechos extraños y en la que se extiende poco a poco la mancha de la sospecha, cierto es que su director simplifica la original “novela”, lima aristas y pasa de puntillas por ciertos caminos, pero también es cierto que es deslúmbrate en sus contrastes y la escena es sublime,  empezando como un cuento y terminando con la grandeza de un film de tristeza y dinamismo. Electrizante por el color de la forma y la inconsciencia del fracaso.

De agradecer son la dirección de Oriol Paulo y la portentosa actuación de Bárbara Lennie, al innegable director médico del centro en el que se desarrolla la trama, Eduard Fernández, y a todos los concienzudos intérpretes que se filtran en cada imagen: Loreto Mauleón, Pablo Derqui, Javier Beltrán, Samuel Soler, Federico Aguado, Lluís Soler, Adelfa Calvo, Dafnis Balduz, Francisco Javier Pastor, Txell Aixendri, Antonio Buil, Blanca Rosa Rovira, Sergi Sáez y Mathilde Eloy. Todos componen el thriller “Los renglones torcidos de Dios” y logran el filón de la temporada.

Autómata, magnética, elegante; momentos que reflejan hechos casi reales se confunden con otros de imaginería surrealista desasosegada bordeando la cronología de la razón. La interesantes secuencias puramente narrativas se rodean de una gravedad y una tristeza tan increíble como sombría. Lo mejor: la crudeza y cómo se describe.

Así, quien acepte disfrútarla gozará de una misteriosa película, de la efervescencia de las enfermedades mentales, de  la lucha del alma contra la rigidez social y de  las ironías del destino    

Véanla. Una gran joya.

Crítica: Vortex

“Vortex”. El título de esta película plantea una pregunta inmediata: ¿de qué remolino vas a hablar Gaspar Noé? Evidentemente la respuesta la tenemos nosotros después de ver la película, un laberinto de ternura que vive, encadenando una bonita canción a través de las trazas de la humanidad. Con la dirección y el guion de “Vortex”, Noé demuestra que ama tanto el cine, que emprende un viaje alucinante por el ser humano construyendo una belleza inmortal y un dolor. Un amor que simplemente sobrevive a pesar de todo lo surgido.

La historia se abre con Françoise Hardy y su canción «Mon amie la rose» y sigue a una pareja de ancianos. Él (Dario Argento) tiene problemas de corazón y ella (Françoise Lebrun) sufre Alzheimer, un matrimonio que se ama. Una historia en una vivienda adosada, donde empiezan a suceder hechos extraños en los que se va extendiendo poco a poco la mancha del dolor entre libros, carteles de cine, fotos y folios escritos. Las situaciones van creciendo y el dominio narrativo de Noé nos envuelve con una capa de invisible y un corrosivo sufrimiento: su forma de retratar el horror de la cotidianidad, huyendo de estridencias, creando ambiente, mostrando una mirada cercana a la realidad de este matrimonio que trata de lidiar con sus enfermedades y el paso del tiempo.

Esta no es una historia para todos los gustos, yo he acudido a verla porque es puro cine y me la habían recomendado pero salí devastada. Me parece una gran película, Noé y su equipo han cuidado los detalles visuales y argumentales de una película que en cada plano es perfecta. Gaspar Noé sabe muy bien cómo hacer un lienzo fílmico. Minucioso ejercicio de orfebrería y diseño tonal erigido sobre una trama dramática.

Además, hay dos talentos sobresalientes, Darío Argento y Françoise Lebrun, que ofrecen una actuación tremendamente profunda, comprensiva y convincente, son la materia prima con la que se construye esta película, en una historia que se pega a la piel.

Una realidad en la que cada cual se queda con su idea según la ve. Eso es la película. Pero lo que evidencia, se trasforma bajo la mirada de Gaspar Noé en algo mucho más doloroso: la mediocre vejez como modelo de destrucción, la indiferencia del mundo y la desaprobación de los allegados que no saben entender la profundidad del problema. Pero siendo como es una lectura quizá prioritaria para su realizador, nos gusta comprobar la aplicación de todas las reflexiones.

En las grandes aventuras que se conocen del cine siempre late un largo recorrido que las hace imprescindibles, una es la aventura en sí misma, otra es el trayecto vital de sus héroes, esa mezcla de aprendizaje del cine heredado. Con unos actores impecables, ojo certero y un tiempo narrativo sostenido, Noé construye “Vortex” utilizando su sabiduría sin olvidar su lección humanista. Una triste fragmentación de la realidad.

En la fotografía Benoît Debie contundente y políticamente eficaz respondiendo a sus parámetros. En la interpretación: Dario Argento, Françoise Lebrun, Alex Lutz, Kylian Dheret, Kamel Benchemekh y Joël Clabault, magníficos.

“Vortex” es un terrible retrato corrosivo, una proeza extrema de inmersión en el dolor de la que sale una lección de impecable vigencia. Una película para no olvidar jamás.

Crítica: Modelo 77

En “Modelo 77”, el caso de un chico joven, encarcelado en Barcelona, es el pretexto del cineasta Alberto Rodríguez para trenzar los hilos de una película fuerte, en la que se reflejan todas las características de una sociedad que fue impuesta y permanecía arraigada, una sociedad que resulta fácilmente identificable en su dimensión más universal.

Son años de cambio, año 1977. En la cárcel Modelo de Barcelona ingresa Manuel (Miguel Herrán), un joven contable, encarcelado y pendiente de juicio por cometer un desfalco. Nadie sabe nada, nadie le da ninguna explicación pero al final le ponen de 10 a 20 años de castigo, un castigo totalmente desproporcionado. Pronto, se une a un grupo de presos comunes, apaleados y maltratados, que se están organizando para exigir una amnistía. No pueden más. Se inicia un levantamiento en la cárcel de Barcelona por la libertad, pronto serán más cárceles, más presos los que se sumen a la reivindicación, incluso piensan que están haciendo tambalearse el sistema penitenciario español…

La película, que está hecha con la bravura de una gran corriente de agua, rebosa emoción en cada uno de sus fotogramas. La imagen recorre la cárcel y las grandes miserias que allí sufren esos hombres fuertes que brillan por encima de todo.

Detrás de toda esa vorágine de pesadillas reales, late la fuerza visual de una película emocionante, ambiciosa y estructurada a nivel histórico porque su director quiere abonar el mundo de frente y revelar cara a cara una serie de reconcomios y escenarios que son la vida misma de entonces. En sus momentos cumbre, “Modelo 77” busca enmudecer al espectador, da la puesta de escena propicia, pero alcanza su verdadera grandeza cuando los actores pulsan la verdadera cuerda de la tensión, eso es de piel de gallina.

Alberto Rodríguez (Grupo 7,2012; La isla mínima, 2014) vuelve aquí tan grande como en obras anteriores, reformula el cine español devolviendo a la sala la sensación de placeres epidérmicos. Con guion de Rafael Cobos y el propio director Alberto Rodríguez, música de Julio de la Rosa y foto de Alex Catalán, todo su recorrido y su resultado final entretener, irritar y trascender con una verdad que nada oculta. De nuevo lo consigue.

El director acierta con este trasfondo político y social, haciendo reflexionar sin abusar de sensibilidades ni de idealismos, el pastel siempre asoma su guinda inevitable resaltando el efecto del conjunto si excepciones, un mecanismo de perfecta relojería. Un puñado de actores brillantes y creíbles. Un difícil equilibrio entre las buenas intenciones y la mala leche. La película interioriza un pasado cercano, una herencia endemoniada. “La película es la inteligencia con riesgos”…

En “Modelo 77”, la violencia progresa al tiempo que los personajes mudan la piel, piel que les crece al borde del alma descendiendo pura a esas vidas de zozobras, que se narran como en un espejo que se expande. Naturalidad, ritmo narrativo, fluidez apoyándose en sólidos cimientos.   

Del reparto, Miguel Herrán hace una peripecia trágica otorgándole un plus dramático ciertamente conseguido. Javier Gutiérrez es otro de los aciertos de la película refrescando la memoria, catapultando a su personaje, una vez más.  Los demás, Jesús Carroza, Fernando Tejero, Xavi Sáez, Catalina Sopelana, Polo Camino, Alfonso Lara, Javier Lago, Iñigo Aranburu, Iñigo de la Iglesia, Víctor Castilla, Javier Beltrán y algunos actores más son también buenísimos y nos dejan ver que la vida puede ser mucho menos alienada.

“Modelo 77”, un gozo entre tanto cine corriente e insustancial.

La casa entre los cactus

“La casa entre los cactus” es la primera y arriesgadísima película de Carlota González-Adrio, un nuevo talento. La película supone también el debut como guionista de Paul Pen, autor de la novela en la que se basa la cinta, una película literaria y cinematográfica.

En ella, se cuenta una historia y la curiosa peripecia de las vidas que ahí fluyen, con gran naturalidad narrativa y temple para enfrentarse a los comportamientos familiares, aumentando la sensación de placentera incomodidad en el espectador, en una apuesta formalmente radical. Hecha con inteligencia. Una película que se desarrolla en dos tiempos, o si se prefiere, que posee un buen alegato social y que, en un momento determinado de su desarrollo, sin dejar de lado lo anterior, se desdobla en una narración sobre amores truncados.  

“La casa entre los cactus” nos presenta a Emilio (Daniel Grao) y Rosa (Ariadna Gil). Ellos han creado una familia perfecta. Son los años setenta, en las Islas Canarias, han construido su vida llena de amor por sus cinco hijas, todas con nombres de flor: Lis, Iris, Melisa, Lila y Dalia. Aquí, apartados de la civilización y de una vida que dejaron atrás en su país, juntos, disfrutan de su particular paraíso, ajenos al resto del mundo. Ellos han creado un microcosmos particular en el que nadie interfiere y son muy felices.

La película nos retrotrae a aquellos años como trasfondo de una acción en la que no son nada ajenos los referentes literarios y, sin embargo, la cineasta proyecta cine en estado puro, una joya que brilla por la sensibilidad estética que delata su gusto por la belleza y por una insolente lectura de la historia como herencia de lo que debemos ser.

Los personajes que interpretan Ariadna y Daniel experimentarán en carne propia el desgarro de la pérdida pero también el narcisismo de quien sobrevive y se desbarata de dolor.

De todo eso habla el dramático, demoledor y maduro film: de la meticulosa burocracia de la muerte, de la obscenidad de la vida que continúa a pesar del ausente, de las estrategias que se ensayan para tratar de explicar lo inexplicable. Una película sin concesiones, llena de sabiduría y dolor.

González-Adrio nos presenta un microuniverso campestre, tan surrealista en sí mimo que solo puede ser real. Deseo, crimen y miedo a la soledad. La directora nos enseña una fábula de intrigas cuyo ritmo pausado, intensamente esteticista muestra el velo invisible que flota por encima de cada imagen o fotograma. La fotografía de Kiko de la Rica pone sin florituras, la voluntad de hacer cine y un discurso que exista como tal, sin claudicaciones, con sus propias convicciones sobre el medio. La música de la conocida y premiada Zeltia Montes; serena, limpia y coherente; en esa tierra de nadie y esa música explorando un film de puntillas. Excelente.

“La casa entre los cactus” es una mezcla de farsa y levedad dócil que se ve con agrado gracias a su fluida mecánica de corrección argumental y a la consistencia de sus destiladas interpretaciones: Ariadna Gil, Daniel Grao, Ricardo Gómez, Zoe Arnao, Aina Picarolo, Anna Ruiz Solera, Carla Ruiz Solera, Judith Fernández y Marga Arnau, todos sensacionales en sus papeles.

Redonda, hay que saludar la llegada de un película así, una de las tres mejores películas de este año. Una obra que la historia del cine no debiera olvidar.

Véanla.

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